Los muchachos de zinc, de Svetlana Alexiévich

13.10.16


"En mi sueño estoy tumbado y veo a muchísima gente... Están delante de mi casa... Miro alrededor, siento que no tengo espacio y por alguna razón no puedo levantarme. Entonces comprendo que estoy tumbado dentro de un ataúd... Es un ataúd de madera, sin la cubierta de zinc. Lo recuerdo bien... Estoy vivo, recuerdo que estoy vivo, pero me encuentro dentro de un ataúd. Se abre la puerta de la casa, la gente sale a la calle y a mí también me sacan a la calle. Son una multitud, en sus rostros se lee la tristeza y una especie de éxtasis arcano... Yo no entiendo nada... ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy en un ataúd? De repente la procesión se para, oigo a alguien que dice: "Pasadme el martillo". Entonces de pronto lo tengo claro: estoy soñando... La voz vuelve a repetir: "Pasadme el martillo"... Lo percibo todo como algo real y al mismo tiempo como en un sueño... Y la voz dice por tercera vez: "Pasadme el martillo". Oigo los golpes en la tapa, oigo el martillo, un clavo me hiere. Empiezo a agitarme, golpeo la tapa con la cabeza, con los pies. Y la tapa cede, se cae. La gente está mirando, me levanto, tengo medio cuerpo fuera de la caja. Quiero gritar: "Me duele, ¿por qué me habéis cerrado dentro?", me falta el aire. Ellos lloran, sin embargo no me dicen nada. Como si hubiesen perdido el don de la palabra... Y sobre sus rostros se ve el éxtasis, un éxtasis secreto... Invisible... Yo lo veo... Lo adivino... No sé cómo debo hablarles para que me oigan. Me parece que estoy gritando, pero mis labios están sellados, no logro despegarlos. Entonces me tumbo en el ataúd. Estoy dentro y reflexiono: "Ellos quieren que muera, a lo mejor, realmente me he muerto y ahora tengo que mantenerme en silencio". Alguien dice: "Pasadme el martillo"."

Cuando en 1978, en plena Guerra Fría, el Partido Demócrata Popular de Afganistán (PDPA) se hizo con el poder del país a través de la Revolución de Seur e instauró el socialismo empezó un conflicto armado entre Estado e insurgentes que duraría más de nueve años. Lejos de quedarse en una guerra civil interna del país se convirtió en un verdadero pulso entre capitalismo y comunismo, es decir, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Por un lado, los Estados Unidos -junto con otras potencias como Pakistán, Arabia Saudí, China, Israel y Reino Unido- intercedieron de una forma encubierta, suministrando armamento y financiación a los guerrilleros islámicos muyahidines, para derrumbar el socialismo. Los rebeldes desestabilizaron hasta tal punto el país que el Consejo Revolucionario de Afganistán no tardó ni un año en solicitar la intervención del Ejército Soviético. Miles de soviéticos guiados por las historias de los héroes de la Guerra Patria fueron reclutados o se presentaron voluntarios para formar parte del ejército internacionalista, cuya misión era ayudar a los "camaradas afganos" a hacer la revolución. Sin embargo, cuando llegaron se encontraron con una realidad muy distinta de la que se les había explicado. Hoy os traigo su historia, las voces de Los muchachos de zinc, de Svetlana Alexiévich.



Esta vez, pues, Svetlana Alexiévich se centra en las historias de estos muchachos que, cuando la patria estaba aparentemente en paz y sus fronteras no corrían peligro, fueron enviados a un país extranjero supuestamente a apoyar a los afganos a hacer la revolución de Lenin, a liberarlos de las cadenas aristocráticas y burguesas, a ayudarlos a instaurar el comunismo. La propaganda hacía que estos jóvenes se despidieran de sus familias como si se fueran a una excursión, a una especie de voluntariado patriótico. Sin embargo, al pisar la tierra arenosa de Afganistán todos se daban cuenta de la verdad: los afganos no los querían allí, si no iban a morir por una mina los mataría un francotirador y la miseria y el hambre del Ejército Soviético hacía que sus soldados vendieran su uniforme y sus armas al mismo enemigo. La guerra de Afganistán pasó a ser conocida coloquialmente como el Vietnam de la URSS.

Las familias, que esperaban impacientes el retorno de sus chicos y sus chicas, que habían prometido traer recuerdos, lo único que recibían era una pequeña recompensa, un ataúd de zinc sellado, un certificado de defunción, la prohibición de intentar abrir el ataúd y la "recomendación" de no mostrar la pena en público para no "desconsolar al pueblo". Esposas sin marido, hijos sin padres, padres sin hijos.

"Después de Afganistán se volvió más cariñoso todavía. En casa todo era de su agrado. Aunque en algunos momentos se sentaba en silencio, era como si no viese a nadie. Por las noches se levantaba de un salto y se ponía a caminar por la habitación. Una vez me despertó gritando: "¡Fogonazos! ¡Fogonazos! Mami, nos están disparando...". Otra noche oí que alguien lloraba. ¿Quién lloraría en nuestra casa? No había niños pequeños. Abrí la puerta de su habitación: se tapaba la cara con las dos manos y lloraba..."
Madre

Después de leer La guerra no tiene rostro de mujer y Voces de Chernóbil, dos novelas documentales exepcionales, empecé a leer Los muchachos de zinc con cierto temor a que Alexiévich se me fuera a hacer repetitiva. Otra guerra, otras esperanzas, otros muertos, otros sueños rotos, otras lágrimas, misma historia. Nada más lejos de la realidad; ninguna guerra es igual. Mientras que en la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética se defendió de la invasión nazi y Chernóbil fue un accidente en su territorio, esta vez mandaba a sus jóvenes, muchos de ellos estudiantes con futuros brillantes y llenos de esperanza, a morir para una guerra extranjera y lejana. Los soldados que allí lucharon, que pasaron a ser conocidos como "los afganos", se despertaban cada día preguntándose qué diablos hacían allí, cumpliendo ordenes y viendo como sus compañeros morían o quedaban lisiados para siempre. ¿Serían ellos los siguientes? ¿Volverían a casa con piernas, sin o metidos en un ataúd de zinc?

Lo peor de todo es el vacío que viene después de la guerra. Las viudas y las madres de los que cayeron tienen que escuchar cómo les dicen que esa guerra fue un error, que sus maridos y sus hijos cayeron en vano en una misión internacional sangrienta, cruel con el pueblo afgano e inútil. Los supervivientes son marginados en su propio país, son insultados, se les llama asesinos cuando en su momento sacrificaron su vida, sus sueños y su felicidad para ir a la guerra por la patria, para ayudar a los afganos, para el honor. No hay esculturas dedicadas a los que cayeron, la patria ha decidido olvidarlos para no tener que recordar una derrota, una guerra tan perdida como inútil y vergonzosa. Esta melancolía es la que más me ha llegado de este libro, esta rabia al comprender que todas esas vidas -no solo las de los que fallecieron allí- fueron sacrificadas en vano y además serán recordados, ya ni siquiera como las víctimas de un error, sino injustamente como sus culpables o incluso como sus autores.



Lo que afortunadamente no cambia con respecto a las otras obras que de la autora he leído es su característica esencial, la de las voces. Todo el libro está compuesto de voces, de cortos monólogos de los que sufrieron este conflicto. Empleados, soldados, capitanes, comandantes, médicos, enfermeras, madres y esposas toman la palabra y explican cómo lo vivieron. La narración -que no tiene nada de ficción, sino que son las palabras textuales de esa gente, que fue entrevistada por Alexiévich- es de una intensidad desgarradora. La autora no se centra en los hechos, no habla ni de las posiciones del ejército, ni de sus avances y sus retiradas, ni del contexto político. Ella centra toda su atención en dar voz a los sin voz, a los que no salen en los libros de Historia, es una "historiadora del alma". Pone la piel de gallina, me han venido ganas de gritar, de llorar, he sentido la necesidad ineludible de desahogarme contra la injusticia. Svetlana Alexiévich sabe transmitir a la perfección, sin censuras ni atenuantes, el dolor de una madre que siente que su hijo murió por su culpa, por inculcarle el amor por la patria y sus victorias militares desde que era pequeño, o el desconsuelo de una esposa enamorada que no puede hacerse la idea de que ya no tiene que esperar a su marido porque no va a volver:

"Lo más terrible llegó después. Lo más terrible... fue acostumbrarme a la idea de que no debo esperarlo, de que ya no tengo a nadie a quien esperar. Aun así, durante mucho tiempo lo estuve esperando... Nos mudamos a otro apartamento. Por la mañana me despertaba bañada en sudor: "Vendrá Petia y no nos encontrará, vivimos en otro sitio". No lograba hacerme a la idea de que me había quedado sola. Revisaba el buzón de correo tres veces al día... Me devolvían las cartas que le había escrito y que él no llegó a recibir, venían con el sello de "El destinatario está ausente". Me dejaron de gustar las fiestas. Dejé de ver a mis amigos. Solo me quedaban los recuerdos. Recordaba los mejores momentos... Los primeros..."
Esposa

Después de un impresionante prólogo en la que la madre de un "afgano" toma la palabra, Los muchachos de zinc arranca con la libreta de notas de la autora, un capítulo corto en el que explica qué la ha llevado a empezar este libro y qué siente ella misma mientras escribe y busca y entrevista a los protagonistas de su historia. Sin embargo, el alma del libro y su parte más larga es la que viene después de este cuaderno, es decir, las voces de todas esas personas. Están divididas en tres días, cada uno titulado con una cita bíblica y encabezada con los diálogos telefónicos que mantiene la autora con un soldado soviético anónimo que estuvo en Afganistán. Quizás esta parte, que por un lado es la principal y más importante, es la que corre el riesgo de volverse más repetitiva, pues muchos testigos repiten hechos y emociones, aunque en realidad todos son necesarios, 

Después de leer sus voces hay una página titulada "post mortem" en la que aparecen las inscripciones en tumbas de soldados soviéticos caídos en Afganistán y dónde se aprecia el espeluznante contraste entre la fría frase oficial que exalta la "lealtad", el "deber", el "patriotismo" y la "valentía" de los difuntos, con la cálida y tierna despedida de sus familias. Aquellos que abandonaron a los suyos por su amor a la patria quizás habrían cambiado de opinión si hubiesen visto sus propias tumbas y hubiesen comprobado quien los lloró y quien hizo como si nunca hubieran nacido.

Pero no acaba aquí, aún queda la parte que más me ha gustado. Si en algo me ha parecido diferente de esta obra con respecto a las otras que he leído de Svetlana es la poca distancia temporal entre la escritura del libro y los hechos que en ella se relatan. Cuando Alexiévich publicó La guerra no tiene rostro de mujer ya habían pasado cuarenta años desde que la Segunda Guerra Mundial acabó, así como, cuando publicó Voces de Chernóbil, ya habían pasado once años desde aquel funesto accidente. Sin embargo, cuando publicó Los muchachos de zinc la Unión Soviética no había tenido tiempo de lamerse las heridas, ¡tan solo hacía un año que las tropas soviéticas se habían retirado de Afganistán! Y esto se nota a lo largo de todo el libro. En primer lugar, porque los que hablan ocultan su identidad. En segundo lugar por la última parte del libro, que es el juicio al que Alexiévich tuvo que enfrentarse después de que algunas madres y algunos soldados que fueron entrevistados por ella la demandaran por difamación. En esta última parte la autora recopila citas judiciales, transcripciones taquigráficas de entrevistas prejudiciales, artículos de asociaciones y escritores que la apoyaron y, sobretodo, el discurso que la autora hizo en el juicio. Este juicio es el final perfecto, pues lleva al lector a acabar de comprender del todo el dolor y el desconsuelo de esas madres. Sencillamente impresionante.

En conclusión, sé que lo he dicho con cada libro que he leído de Svetlana Alexiévich, pero insisto: no la podéis dejar de leer. La verdad es que sabría recomendar un libro de la Nobel, no sabría elegir. Sin embargo, si lo que buscáis es su libro más descarnado -en el sentido de más proximidad a los hechos que se narran- sin duda es este. Alexiévich ya escribía este libro cuando muchos de sus escenas estaban teniendo lugar, y el juicio de difamación al que se tuvo que enfrentar demuestra cuán abierta estaba aún la herida cuando lo publicó. Un libro duro, desgarrador, impactante, estremecedor, pero muy, muy, muy recomendable necesario.

"Concédanme todas las torturas, las más tristes, las más atroces, para que le lleguen mis oraciones. Mi amor..."
Madre



 TE GUSTARÁ 
SI TE GUSTÓ
(Aunque, la verdad sea dicha, en nada se parecen las obras de Svetlana Alexiévich a nada que un servidor haya leído hasta el momento)
 PROS
  • El estilo de voces de Svetlana Alexiévich.
  • La proximidad temporal entre los hechos relatados y las entrevistas de la autora con sus narradores.
  • La intensidad desgarradora de la historia y el talento literario de Alexiévich al potenciarla sin desvirtuarlas ni un poco.
  • La última parte del libro; el juicio de Los muchachos de zinc, especialmente el discurso de la autora en la vista.
 CONTRAS
  • Ha habido un breve momento -una vez empezado el día 3- en el que las voces se han acercado a la repetición. Aunque no sobra ninguna -todas tienen algo de único- sí que las últimas me han empezado a parecer redundantes. Sin embargo, justo cuando he empezado a sentir esto se ha acabado esta parte del libro.
 OTROS LIBROS 
DEL AUTOR

Hoy a la 1pm se anunciará el Premio Nobel de Literatura 2016,
 ¿quién creéis que será el ganador?,
¿quién queréis que lo gane?


9 comentarios

  1. Un libro feelgood de esos que tanto me gustan a mí, ¿verdad? Descarté a la autora hace tiempo y más después de que recibiera el Nobel, un premio del que no me fío en absoluto.

    Una abraçada.

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  2. Este no me llama nada, la temática, el entorno en el que se desarrolla... Me alegro que lo disfrutaras.

    Un abrazo ;)

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  3. Ha sido todo un placer encontrarme con este pedazo de blog. La verdad es que llevaba tiempo buscando una reseña sobre esta obra (no las que componen las propias editoriales) y me has aclarado todas las dudas. Los textos que has reproducido son escalofriantes, aunque, imagino, que la traba, si la hubiera, residirá en la traducción, porque a veces es imposible traducir términos usados en realidades antagónicas. Me ha encantado tu análisis y leeré este libro en cuanto tenga un rato. Gracias.
    José Luis Fernández

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  4. No, ninguna guerra es igual... Pedazo de reseña y desde luego me estás dejando con muchas ganas de estrenarme con esta autora de una vez.
    Besotes!!!

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  5. Después de haber leído "La guerra no tiene rostro de mujer" no me han faltado sino tiempo para empezar a leer otra obra suya. Había pensado en las "Voces de Chernóbil" libro que sin duda leeré, pero muchas gracias por llamar la atención sobre esta otra obra, que pasa directa a los primeros puestos de mi lista, y que hasta ahora, no conocía!


    Un saludo Jan!

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  6. No he leído nada de la autora y con esta reseña tan entusiasta tendré que hacerlo. me lo anoto.
    Un beso ;)

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  7. Estupenda reseña. Libro para apuntar en el debe de lecturas.

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  8. Ya lo dije en otra reseña tuya, tengo ganas de leer esta autora y no la pospongo a propósito, sino que se me acumulan lecturas comprometidas o simplemente no recuerdo que la tengo pendiente, la cuestión es que aún no he leído nada. Pero espero no tardar mucho. Un saludo!

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  9. Hola.
    Aún no he comenzado con esta autora, pero con tus reseñas anteriores y esta siempre me quedo con las ganas de empezar. La verdad esa que me gusta mucho este tipo de lecturas y me atrae la idea de que la autora se vale de acontecimientos históricos no del todo conocidos pero igual de interesantes a cualquier otro.
    Y como dicen por ahí, en uno de tus comentarios, las guerras y los acontecimientos no son los mismos.

    Un beso grande y gracias por tu genial reseña.

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